Estación final Carpa de La Reina Estación final

Violeta Parra pasó los últimos meses de su vida al oriente de Santiago, en un terreno donde pretendía crear un espacio consagrado al arte popular. Sus anhelos se frustraron pronto y el lugar quedó marcado como escenario de su suicidio. Medio siglo después, el barrio casi no guarda recuerdos de esa historia.

“¡Quiero que todo Chile sepa que en la calle Toro y Zambrano esquina de La Cañada, en la comuna de La Reina, está funcionando lo que algún día será la Casa de la Cultura de La Reina! ¡Quiero que vaya todo el mundo! ¡No pretendo actuar y hacer funcionar todo para que disfruten las sillas nomás!”. 

En enero de 1966, la revista Ecran publicó una entrevista a Violeta Parra salpicada por signos de exclamación, anhelos y tempranas decepciones. Con globos de papel lanzados al cielo, el mes anterior había inaugurado la Carpa de La Reina, un espacio que no solo pensó para acoger conciertos. Habría clases de guitarra, baile y canto a cargo de una selección nacional de la época, con Margot Loyola, Raquel Barros, Rolando Alarcón y su hermana Hilda. También exposiciones, clases de pintura y modelado en greda. Todo, muy pronto, ya estaba condicionado: “He trabajado hasta donde mis fuerzas alcanzan (...) La cocina está totalmente equipada y me costó dinero hacerlo. No podía pagar empleada porque las entradas no daban para eso, y debo cocinar yo. Servir, atender, y después cantar... ¿No le parece demasiado?”, preguntaba desde ya. 

Aun así, la Carpa de La Reina era “el sueño hecho realidad de Violeta Parra”, según esa entrevista. En realidad, era una vieja carpa de circo que un par de meses antes quedó en sus manos por un trato amargo con el fotógrafo Sergio Larraín, para participar de la Feria Internacional de Santiago (FISA) que se hizo en Cerrillos. La levantó en un terreno cedido por el alcalde Fernando Castillo Velasco, a un kilómetro de la casa que había ocupado antes en la calle Segovia, donde Santiago ya se transformaba en campo. Tenía forma circular y su interior estaba cubierto de totora, el mismo material que tenían las sillas para el público. Las mesas eran de madera rústica. El piso, de tierra. 

Violeta Parra vivía a un costado, en una habitación construida por ella misma, contaba entonces. Había un tronco rudimentario como velador, una cama cubierta por frazadas tejidas con sus manos e instrumentos musicales colgados de las paredes. “Basta con imaginarse una casita de campo, hecha con adobes, de techo bajo y piso de tierra. De ese suelo de conformación irregular, en que los muebles difícilmente guardan una posición nivelada”, describía otra entrevista para El Mercurio.

Violeta y Nicanor Parra en la Carpa de La Reina. Foto: Museo Violeta Parra.

415 días pasaron entre el 17 de diciembre de 1965, aquel de los globos al cielo, y la tarde del 5 de febrero de 1967, cuando Violeta Parra se quitó la vida con un disparo en la cabeza. Casi 15 meses turbulentos en los que la Carpa de La Reina dejó de verse como un sueño hecho realidad y se convirtió en un proyecto frustrado por la lejanía y la indiferencia del público.

En ese lapso de tiempo, Violeta Parra hizo dos discos, uno emblemático y otro poco conocido. El primero es el más esencial entre los títulos de una discografía plagada de esenciales: Las últimas composiciones (1966), que entre sus 14 canciones incluye “Gracias a la vida”, “Run Run se fue pa’l norte”, “Maldigo del alto cielo”, “Volver a los 17” y el “Rin del angelito”. El segundo se llama Carpa de La Reina y -aunque es un registro de estudio- es lo más cercano a un testimonio sonoro del espacio. Por eso es un álbum colectivo: Violeta Parra participa con cuatro canciones que hasta entonces no había grabado, pero abre puertas como hacía en la carpa. Su hermano Lautaro canta dos milongas. Su otro hermano, Roberto, se suma con otro par de cuecas. Los entonces jóvenes Quelentaro grabaron dos canciones recopiladas por ella. Su amigo Héctor Pavez (Millaray) juguetea con “El nombre de mis queridas” y sus alumnos del grupo Chagual aportan otras dos canciones, incluida esa cumbre del desamor que es “Corazón maldito”.

Una escultura (arriba a la izquierda) recuerda la Carpa de La Reina. El lugar es ocupado hoy por un conjunto de departamentos. Fotos: Rodrigo Alarcón.


Medio siglo más tarde, no hay vestigios de la Carpa de La Reina. Permanecen las araucarias y algunos árboles que la rodeaban, pero nada más. Un condominio de pequeños edificios ocupa todo el terreno, rodeado por un supermercado, un club deportivo y un conjunto de locales comerciales asentados ya hace décadas. También hay vecinos que guardan un recuerdo vago y lejano de esos días. En la mentada esquina de La Cañada y Mateo de Toro y Zambrano hay una plazuela desangelada, invisible para los automovilistas que merodean el sector, y una reproducción de una escultura de Roberto Polhammer, instalada en 2012. Es el único y exiguo testimonio del lugar donde pasó sus últimos meses la figura más universal de la música chilena.

Rodrigo Alarcón L.


Aquí hubo una carpa