La burbuja de los Blops La Manchufela La burbuja de los Blops

A comienzos de los ‘70, el grupo que grabó la primera versión de “Los momentos” no solo experimentó con el rock y la raíz folclórica. También probó la vida en comunidad, en un rincón donde Santiago casi dejaba de ser una ciudad. 

Es una mole de tonos claros, que se alza ante las seis pistas y el áspero bandejón central de la Avenida Ossa, que es el nombre que recibe la circunvalación Américo Vespucio en el límite entre Ñuñoa y La Reina. Se levantó a comienzos de la década de 2010, signo de su época: gimnasio, quinchos, sauna, jacuzzi, sala multiuso y una piscina en la azotea, sobre 13 pisos de departamentos de uno, dos o tres dormitorios. Sobresale, aun cuando el barrio se ha tenido que acostumbrar a esa clase de dimensiones. A menos de una cuadra hacia el norte está el aparatoso Cine Hoyts; hacia el sur se divisa el centro comercial que transformó la Plaza Egaña; desde hace 15 años, bajo tierra corre el Metro de Santiago. 

Pero no siempre fue así. En el número 516 de esa calle había un terreno sobre el cual se levantaba una vieja construcción, de baja altura y pasado remoto como la Bomba Los Guindos que permanece a un costado. A comienzos de los ‘70, ahí llegó un grupo que firmó algunas de las composiciones más relucientes de la época: Blops.

"En la Avda. Ossa hay una casona que servía de convento-internado a unas monjitas. Ahora la ocupan los Blops. El ex-convento, amplio, anciano, mal estibado y bastante incómodo, ya no vibra con las oraciones murmuradas por las novicias sino con el estruendo de las baterías, el piano y las guitarras eléctricas de los cinco muchachos que conforman el conjunto Blop”, escribió en junio de 1971 una aún veinteañera Isabel Allende, que se asomó hasta el lugar para publicar una entrevista en la revista Paula. 

A cuatro planas y con fotografías a color, la nota detalla la nómina de moradores: el guitarrista Julio Villalobos y su mujer, Paula Sánchez; el organista y flautista Juan Contreras y su esposa, Virginia Combeau; el bajista Juan Pablo Orrego y el guitarrista Eduardo Gatti; la estudiante de sicología Francesca Colzani, amiga del grupo; y el biólogo marino Patricio Sánchez, el padre de Paula, encargado de pagar el arriendo. El resto de los gastos se distribuía en partes iguales y un invitado asiduo era el baterista Sergio Bezard, que vivía junto a sus padres, no muy lejos de ahí. “A ellos se suman un perrazo manso como cordero, pero de aspecto feroz, y dos gatos indecentes que viven colgados del cuello de sus amos como si tuvieran vocación de loros de pirata”, abunda la novelista sobre tres criaturas debidamente retratadas en el artículo. 

El título era “Los Blops: Una extraña comunidad musical”. Ubicada en avenida Ossa 516, casi en los bordes de la ciudad, esa comunidad tenía un nombre: la Manchufela. Y hasta el nombre del perro está asociado al lugar. Se llamaba Manchufelo. 

Las fotos de la nota en Paula: ariba, Juan Pablo Orrego, Eduardo Gatti y el grupo con el perro Manchufelo; abajo, vestigios del convento, además de Sergio Bezard en la revista Onda. Fotos de Memoria Chilena y Carlos Lowry.

Vista actual de Ossa 516 en Google Maps.

Entre 1970 y 1973, los Blops grabaron tres discos y se forjaron un nombre en un período único de la música chilena, cuando el impacto del rock se enredó con los sonidos de raíz y las convulsiones de la época. Todos son homónimos, así que se reconocen por sus canciones más emblemáticas o su carátula: Los momentos es el de 1971; Locomotora se puede llamar al de 1973; y el que está entre ambos es Del volar de las palomas (1972).

Es el álbum que mejor representa los días que los Blops pasaron en la Manchufela, “una burbuja que revienta de música”, según titulaba la revista Onda a fines de ese mismo 1971. “Cuando los Blops ensayan, podría caerse el mundo y ellos no se darían cuenta”. Son los ensayos de Del volar de las palomas, grabado en julio de ese año en los estudios Splendid, en una sesión de doce horas y con producción de Ángel Parra. El hijo de Violeta estaba casado con una tía de Juan Pablo Orrego, Marta, y puso más a disposición del grupo: el sello Peña de los Parra, que publicó el LP, y su propia voz para “Del volar de las palomas”. También tocaron con Víctor Jara, por cierto. 

“Los Blops eran un modo de vida”, recordó Eduardo Gatti en el libro Prueba de sonido, de David Ponce. “No solo era ensayar, era una especie de alquimia, de vivir juntos, de preguntarnos qué estábamos haciendo aquí. Mientras uno leía a Aristóteles el otro estaba en Schopenhauer”. Ese modo de vida en la Manchufela -que luego tuvo una réplica en Peñalolén- se trasluce en las once canciones del álbum, que hablan de pastos verdes, mañanas, chicharras, gorriones, perros, gatos, caracoles, canarios y tardes en las que "todo se desarrolla en silencio". Una canción, de hecho, precisamente se llama como la comunidad: “Estoy sentado aquí en Manchufela/sintiendo como el sol me cuida como a un niño”, canta ahí Juan Pablo Orrego.

Es un barrio donde todavía se pueden vislumbrar los cerros a los que cantaban los Blops, pero carcomido por el paso de los años. Ni siquiera permanece la dirección exacta, Ossa 516, que fue absorbida por los relucientes departamentos. Ahí estaba la Manchufela.

Rodrigo Alarcón L.

 

Mirando a la cordillera

 

 

Foto principal: Revista Paula/Memoria Chilena.