La fama ahora es discreta
La internacionalización de la música chilena parece estar lográndose hoy sin ruido ni grandes despliegues.
viernes 17 de julio de 2015
CDs, MTV, crooners del jet-set y genios rockeros atormentados. El siglo XX musical se llevó formatos, personajes y códigos que pensamos estarían para siempre entre nosotros, y tan estéril como querer alargar su vida con respiración artificial es lamentarse con amargura de su partida. Parte del brillo de la canción popular está contenido, precisamente, en la fugacidad de su encanto; y en el misterio inevitable de que su fuerza puede extinguirse. Desde el nacimiento del rock, en los años cincuenta, nos acostumbramos a amasar determinadas expectativas respecto a cómo nuestros músicos favoritos llegaban hasta nosotros y cuál debía ser su relevancia social. Seis décadas más tarde, también es hora de revisar esa mutación.
La música chilena fue, alguna vez, espacio de famas abarcadoras y cifras boyantes. La reciente investigación Historia social de la música popular en Chile. 1950-1970 nos muestra un escenario casi irreconocible de décadas en las que la canción local era materia de gloria y efectivo impacto social (y hasta político), comentada en el extranjero y fotografiada a diario. Incluso los más jóvenes pueden recordar hoy la espontánea movilización en torno a un grupo como Los Prisioneros, o las portadas de publicaciones no necesariamente especializadas para Los Tres. Hay quienes se lamentan de que no tengamos hoy una banda de una importancia equivalente, y no cesan de buscar el eslabón que continúe la cadena de grupos hegemónicos por décadas: Quilapayún, Los Jaivas, Los Prisioneros, Los Tres...
Es lógico que la secuencia se haya cortado con el cambio de siglo, porque así ha ocurrido en el mundo entero. Los de U2, Rolling Stones o Luis Miguel son triunfos con los códigos de otra época, y que probablemente no encuentren reemplazo una vez que se agoten. Las publicaciones musicales inglesas y estadounidenses reflexionan hace ya un rato sobre el fin de los megagrupos, y de cómo la estupenda música que hoy se hace en sus países apunta a audiencias más pequeñas y selectivas, concentrada primero en la consolidación de su oferta y sólo después en la gran promoción.
Revisar los esfuerzos de internacionalización que hace quince años ocupaba al rock chileno es, muchas veces, enfrentarse a la imagen de una carreta delante de los bueyes. Fueron años de ansiedad, de apuro, y de confusión de medios y fines. No deja de ser elocuente que hoy sean músicos locales de sellos independientes o autoeditados, y escasa rotación radial quienes más salen a tocar al extranjero: Nano Stern, Gondwana, Manuel García, Gepe o Javiera Mena no tienen ni quieren tener las viejas metas de La Ley o Lucybell, pero encuentran en ese intercambio sencillo un combustible creativo que equilibra las cifras discretas de venta. No será rentable, pero parece estimulante, y, sobre todo, más acorde a la personalidad de sus protagonistas que a las de sus financistas.
El péndulo de la historia musical ha castigado otras veces las ambiciones desmedidas, y hoy parece estar del lado de las ideas más que de las estrategias, de los pasos más que de los despliegues.