El Premio Nacional se lo pierde
Por decimoquinta vez, el maestro Vicente Bianchi postula en vano al Premio Nacional de Música.
viernes 17 de julio de 2015
La voz de Vicente Bianchi sonaba amarga al otro lado de la línea. El diario La Tercera quería conocer la opinión del candidato que más simpatías había despertado en los medios para quedarse con el Premio Nacional de Música 2010 pero que el martes pasado debió resignarse a un giro inesperado: la contralto Carmen Luisa Letelier —profesora y cantante, sin obra propia— había sido la elegida por el jurado para el millonario premio y la consiguiente pensión vitalicia. «Es una sirvengüenzura. Es un premio que se dan entre ellos. No hay más que hacer. Tengo 90 años. ¿Usted cree que voy a estar vivo en dos años más?», respondió el compositor, pianista, arreglador, y director de coros y orquestas, sin ocultar la frustración por una candidatura levantada en vano por decimoquinta vez. Columnas y cartas a los diarios han acompañado en estos días su molestia. Según el musicólogo Juan Pablo González, «el dejo amargo que nos deja este premio es el de los que quedan en el camino».
Los relegados a los que se refiere el investigador son, históricamente, algunos de los compositores que más han enriquecido la identidad de la música chilena con su cruce cómodo entre los mundos docto y popular: Luis Advis, Sergio Ortega y el propio Bianchi son tres nombres mayores; autores de talento indiscutible, pero objetos de desprecio desde la academia o la institucionalidad del Estado que sólo puede explicarse por una ortodoxia rígida y poco visionaria. El Premio Nacional de Música se asume a priori desde un sesgo innecesario: los postulantes deben provenir del universo docto, trabajar sólo junto a grandes orquestas o coros, y ser más activos entre las aulas que en grandes escenarios. No sólo la música popular queda, así, librada al reconocimiento de plataformas incapaces a estas alturas de sopesar el talento profundo (festivales municipales, parrillas radiales, platós televisivos), sino que también las apuestas de riesgo en el mundo docto son castigadas con la indiferencia. Vaya paradoja: la música, acaso el género artístico de más entrañable arraigo en la masa, debe ser restringida para merecer el reconocimiento de un Estado.
El Premio Nacional de Música de este año agrega a la polémica datos quizás dignos de revisarse, como el parentesco de la ganadora con el premiado inmediatamente anterior, Miguel Letelier (son hermanos), el desbalance histórico hacia los postulantes que presenta la Universidad de Chile (cuyo rector es uno de los cuatro jurados inamovibles según ley) o su condición única de intérprete, sin obra autoral propia. Pero no es siquiera necesario entrar en esas aristas candentes para lamentar la falta de una revisión de criterios que otros géneros, como el cine o la literatura, ya han sabido despercudir, acogiendo la mezcla y la indagación como puntos a favor para cualquier evaluación sobre calidad y aporte creativos.
En momentos en que el Congreso aviva el debate sobre el «apoyo a la música chilena» mediante una posible ley de cuotas radiales, no es presentable ahorrarse la discusión sobre qué señales da hoy el Estado chileno a la hora de definir qué música merece signar nuestra identidad.